Me asomo por la ventana, mi ventana, y aunque en puridad creo que no es mía (dudo mucho de las relaciones de pertenencia de esta sociedad), me sirve igualemente.
Una luz anaranjada cae sobre los enveses de las hojas mecidas por un sereno y suave viento, algún que otro pájaro revolotea alrededor de las ramas más altas, y mientras tanto, los rayos van desapareciendo del suelo de la avenida, poco a poco. Los edificios más altos todavía disfrutan de esa luz anaranjanda, que rebota de ventana en ventana hasta colarse por mi retina. Puedo ver un esquivo toldo que proyecta movimientos chinescos sobre las paredes que le siguen.